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Reflexiones personales

Confianza: el Cemento de la Sociedad

El profesor Richard Griffis, en sus lecciones de la semana pasaada dentro del curso Configuring the World, puso sobre la mesa una cuestión fundamental que, me he dado cuenta, no había abordado aún en el blog. Así que voy a permitirme coger el ejemplo y parte de su argumento, porque realmente es muy claro e interesante.

Imaginemos una sociedad donde fuese imposible confiar en los demás. En ese mundo, nadie podría cooperar porque la traición sería inevitable. Por ello, cada persona tendría que ser autosuficiente, ya que no podría confiar en que otros le pagasen por su trabajo, o que no le fuesen a atacar simplemente por salir a la calle. De hecho, más allá de eso, en unun mundo sin confianza, no tendría sentido la sociedad: ¿para qué inventar un lenguaje si no vale la pena comunicarse con nadie? ¿Para qué crear símbolos, gobiernos o Estados si es imposible cooperar en el interior de ellos para garantizar nuestra seguridad y el acceso a los bienes que necesitamos? Si realmente vivimos en un mundo donde “el hombre es un lobo para el hombre”, como dijo Hobbes, es imposible que surja ningún tipo de Estado o cooperación que limite eso (lo siento, Hobbes, el Leviathan nunca habría aparecido porque nadie confiaría en él).

Pero, imaginemos ahora un mundo donde se pueda confiar en pocas personas: la familia, los amigos más cercanos, la pareja. Sólo ellos. El resultado puede existir, y de hecho ha existido a lo largo de la historia, en forma de pequeñas comunidades relativamente aisladas del entorno, preparándose para su defensa ante un entorno hostil. Y cuando surgiesen grupos más grandes, el resultado sería el conflicto entre los pequeños círculos de confianza de cada uno, donde cada uno se rodearía de aquellos que le son favorables y trataría de minimizar el papel de los demás. Sería una sociedad internamente fracturada.

Hasta aquí llegamos con el profesor Griffith. Surge aquí, así, una cuestión clave en la articulación de cualquier sociedad: el endogrupo (nosotros) y el exogrupo (ellos). Para que una sociedad funcione es imprescindible que haya un nosotros que le de sentido: puede ser tan pequeño como un pueblecito galo que se enfrenta al Imperio Romano, o tan grande como la nación imperialista de la Inglaterra victoriana. El tamaño, en este caso, no importa porque lo que importa es la identidad: el nosotros.

El ellos surge así como un potencial unificador o divisor, según como se maneje. Es fácil crear un grupo de personas unidas contra un enemigo exterior: puede ser el caso de las colonias americanas uniéndose para enfrentarse a la potencia británica; pero, también, puede ser la situación de un grupo de supremacistas arios decidiendo exterminar al otro judío que había en su interior para purgar “su Alemania”.

Así, la sociedad como conjunto nunca está compuesta por un único grupo de personas, sino muchos grupos interrelacionados. Y a medida que han ido creciendo en complejidad y tamaño, las sociedades han hecho que en su interior los grupos sean cada vez más diferentes: las distintas clases de las que habla Marx, los nacionalismos e independentismos, las distintas etnicidades, las religiones, los idiomas, los niveles educativos, los gustos musicales, las aficiones… Todo ello, y mucho más, sirve para crear un “nosotros” y un “ellos”: nosotros los heavies, nosotros los pobre, nosotros los gallegos, nosotros los ateos… Y, por consiguiente, un ellos: ellos los pijos, ellos los ricos, ellos los españolistas, ellos los cristianos…

El resultado, es que la sociedad, a medida que se complejiza y diversifica, tiende a volverse más inestable y se fractura internamente. Estas fracturas ponen en tela de juicio la capacidad de la gente para confiar en los demás, porque normalmente el otro es un ser potencialmente hostil. Así un rico puede temer a los ladrones, una trabajador a los inmigrantes que vienen a quitarle el trabajo, alguien culto a las masas iletradas, etc. Si la sociedad se continua dividiendo eternamente, al final queda cada uno sin confiar en nadie.

Para evitarlo, hay una fuerza opuesta que es primordial: la sociedad misma. Podemos ser ricos o pobres, heavies o pijos, gallegos o españolistas, cristianos o ateos… al final, la sociedad sirve para crear una serie de banderas comunes: creemos en la Constitución, en la democracia, en las instituciones, en la capacidad de la gente para trabajar juntos, etc. Todo ello, lo que A. D. Smith llama el nacionalismo cívico, sirve para crear un nosotros que engloba en su interior la posibilidad de disensión: podemos tener un montón de cosas diferentes, pero al mismo tiempo crea una base de mínimos comunes con la que todos podemos más o menos estar de acuerdo.

El resultado es que la argamasa que une la sociedad, esa confianza, se traslada de los individuos al conjunto de la sociedad, al producto de la acción humana y de las instituciones. Todo lo cual inevitablemente va unido a la legitimidad, porque cuando hay confianza en las instituciones y grupos de la sociedad, se convierte en confianza en el conjunto de la sociedad; al contrario, cuando se deslegitima, surge la necesidad del cambio, de reconstruir algo nuevo legítimo quizás por medio incluso de una revolución.

Por tanto, para que una sociedad funcione y avance, inevitablemente es necesario construir puentes entre nuestro endogrupo y el exogrupo, de manera que las diversidades internas de esa sociedad puedan encajar las unas con las otras y que la diferencia del otro no necesariamente sea vista como una posible amenaza y, por tanto, un riesgo para la confianza. Y para esto es indispensable el fortalecimiento de uno de los valores más complicados e importantes de todos: el de la tolerancia al diferente.

Costán Sequeiros Bruna

Y tú, ¿qué opinas de la confianza?

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