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Reflexiones personales

Prespuestos Participativos

La democracia se construyó como un sistema para que el pueblo pudiese influir directamente en el gobierno de los países, y para ello la división de poderes y la representatividad de los mismos era clave. Sin embargo, con el tiempo, todo esto ha ido cambiando a medida que los Partidos Políticos iban ganando en influencia e importancia.

Hoy por hoy vivimos en lo que a menudo se ha llamado una “partitocracia”, o el gobierno de los partidos, pues ellos permean y controlan todos poderes divididos: el Gobierno es de un partido, en el Parlamento están los Partidos, los miembros de los órganos de control y gobierno del poder judicial son elegidos por los Parlamentos, los medios de comunicación se adhieren relativamente a ciertos partidos… están en todas partes. Y, con ello, el pueblo lentamente va desapareciendo, perdido en estadísticas de afiliación partidista y porcentajes de intención de voto.

Y, con la transferencia del poder a los partidos y el resquebrajamiento de la división de poderes, lo que encontramos es que muchas competencias se van trasladando al Gobierno, compuesto por el partido mayoritario en el Congreso. El caso de la Hacienda es claro en este sentido.

Tradicionalmente, el Congreso era el lugar donde realmente se negociaban y debatían los presupuestos, y de ahí su poder para aprobarlos o echarlos atrás. Sin embargo, hoy por hoy, con la creciente complejidad de creación de presupuestos y la partitocracia, esto ya no es así. Por un lado, porque el gobierno desarrolla los presupuestos y los presenta a una cámara en la que ya es la fuerza mayoritaria (aunque no siempre por ello suficiente); segundo, porque las negociaciones no se hacen en el Congreso, sino que se llevan hechas de antemano, de largas reuniones para conseguir los apoyos necesarios. El Congreso sólo ratifica lo decidido en otros lugares.

Ello implica que, siendo como es el lugar donde más se representa al pueblo y que, por tanto, de mayor legitimidad goza, el pueblo ha sido dejado de lado.

Es en respuesta a esto que surge el movimiento de creación de modelos presupuestarios participativos, en línea con las teorías de la democracia participativa. La idea es que el pueblo no se limite a votar una vez cada cuatro años, sino que participe de innumerables formas adicionales en el gobierno de su espacio y su país. Así, se fortalece una democracia, y se la dota de mayor capacidad y profundidad.

Además, la participación del pueblo en la elaboración de los presupuestos (como ocurre en ciudades como Córdoba) permite que la gente vea realmente el sentido y la función de los impuestos que pagan y, con ello, se den cuenta de la importancia que pagar impuestos tiene. Estos, desde hace varias décadas, han sido denostados por el neoliberalismo como algo “malo”, “ineficiente” y que “pervierte el mercado”. Eran el enemigo. Y con gobiernos alejados del pueblo, este a menudo es incapaz de ver realmente cómo se gasta su dinero y, por tanto, todo lo bueno que se hace con ello. Para colmo, las continuas noticias sobre corrupción que llenan una portada tras otra sólo incrementa la distancia entre el pueblo y el poder, y la percepción de la utilidad de los impuestos (que pasan a ser vistos como fondos que los ricos desfalcan).

A mayores, los impuestos participativos realmente permiten que el dinero se invierta en cosas a las que la comunidad da valor de verdad, y en las que están interesados. No se trata, así, de lo que los gobernantes creen que quiere el pueblo, sino de lo que el pueblo realmente quiere, que es llevado ante sus gobernantes tras sucesivas reuniones, asambleas y votaciones que transmiten realmente los intereses de abajo a arriba.

Finalmente, la implicación del pueblo en la elaboración de los presupuestos (y, por tanto, del gobierno) no sólo legitima al mismo, no sólo transmite sus verdaderos intereses, y no sólo sirve para que los ciudadanos recuperen la confianza en los impuestos, sino que sirve también para que el pueblo cobre conciencia de la importancia que tiene realmente en el gobierno. Se reduce así la apatía tradicional con la que la gente ve al poder, así como la distancia entre ambos mundos, ya que el pueblo pasaría a poder participar realmente del poder en nuevos campos (y más a medida que otras caras de la democracia participativa fuesen instaladas).

Pasaríamos así de un modelo donde el Congreso controla al poder (y, por ello, a los presupuestos) a un modelo donde el Congreso (o sus equivalentes municipales) y los pueblos controlan al poder. Esto reduciría la enfermedad que es la partitocracia, al devolver a los partidos a su verdadera función no como cadenas y élites de poder, sino como sistemas de organización de las preferencias ciudadanas.

Incluso cabría imaginar y planear un aumento de la capacidad de intervención ciudadana en los presupuestos más allá de lo propuesto en Porto Alegre e implantado en algunas otras ciudades del mundo. Así, se podría llegar a una situación donde el pueblo no sólo vote y opine sobre cómo invertir ciertas partes específicas del presupuesto, sino que tengan realmente la capacidad de decidir y manejar en gran medida los equilibrios presupuestarios a base de establecer las prioridades en todos los campos de gasto e ingreso (excepto, probablemente, el de pago de los trabajadores y mantenimiento de las instalaciones, que sería algo “automático”). Y, una vez establecidas las prioridades, los tecnócratas de la creación de presupuestos podrían articular esas prioridades en presupuestos concretos y específicos que les diesen formato adecuado.

Tradicionalmente, a una implicación tan directa del pueblo se le critica que “carece de formación” y “carece de información” para tomar esas decisiones. Lo segundo se soluciona con sencillez, mejorando la información a la que el pueblo tiene acceso. Lo primero se cambia con experiencia, tiempo y práctica, pues nadie (los gobernantes los primeros) nace sabiendo. Así, habría errores, ciertamente, pero probablemente no muchos más ni menos que los que cometen a menudo los gobernantes, y complicaría la corrupción al reducir el poder discrecional de dichos gobernantes. Y, más importante, llevaría a un verdadero poder del pueblo, una democracia más real.

Los videojuegos de estrategia ya han demostrado que el pueblo es capaz de aprender las consecuencias de los actos y escoger las mejores estrategias al respecto. Así pues, ¿qué excusa real queda para evitar que la democracia avance más pasos?

Costán Sequeiros Bruna

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