“La historia es un cementerio de élites”, decía Pareto, pero bien podríamos decir que es también un cementerio de potencias. Un imperio ha sucedido a otro, dominando partes más o menos grandes del mundo por medio de la guerra, la economía y la diplomacia. Roma, el Imperio Otomano, la España del XVI, la Francia napoleónica, el imperio chino, el azteca, el maya… Grandes nombres, para las grandes potencias de sus épocas.
Sin embargo, esas potencias no eran todopoderosas. Al contrario, todas ellas estaban constreñidas por límites claros: su poder dentro de sus fronteras era indudable, pero fuera de ellas se limitaba mucho. Roma nunca pudo someter a los pictos ni a los germanos, y a Francia se le atragantó una Rusia tremenda. Cada una de esas potencias vivía en complicados equilibrios con los países que las rodeaban, y en especial las potencias alternativas, en ascenso o en descenso, buscando balanzas y tratando de sobrepasarse unas a otras. El equilibrio de poderes a lo largo del XVIII en Europa es particularmente claro al respecto.
Así, había potencias más importantes y menos, pero en realidad se articulaban en una multipolaridad clara. Pero, ¿qué es la multipolaridad? Básicamente, significa que varios actores (o polos, en esta caso las potencias) se reparten el poder y negocian y entran en conflicto al respecto del mismo, tratando de manejarlo lo mejor que pueden para beneficiarse lo máximo posible. Básicamente, significa que existen equilibrios. Una de las potencias, o más, pueden ser principales, pueden ser dominantes, pero carecen de hegemonía sobre el conjunto porque no pueden imponerse sobre todas las demás.