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Conocer la Realidad

Es muy habitual, en los debates de la televisión o en el bar, e incluso en conferencias doctas y discursos políticos, escuchar frases del estilo a “como todo el mundo sabe…” o “como todo el mundo cree…”. Pero lo cierto es que estas son un artilugio demagógico que sólo sirve para intentar ganar peso en las afirmaciones que uno hace. Así, se basan o bien en el sentido común compartido por todos (que se equivoca con una sorprendente frecuencia) o bien en la percepción de esa persona.

El sentido común se conforma con todas esas ideas y frases que flotan en la sociedad para explicarse a sí misma. Dichos, refranes, enseñanzas de los padres, experiencias compartidas… todo ello se une para crear una narrativa que nos explica cómo funciona el mundo a nuestro alrededor, de modo que podamos actuar en él. El problema de esta historia es que es ficticia, y se basa en interpretaciones superficiales de lo que ocurre y por qué ocurre, que se supone que ganan peso porque todo el mundo las comparte. El sentido común, por ejemplo, dice a menudo que los “inmigrantes vienen a quitarnos el trabajo”, ignorando por completo que los inmigrantes son necesarios para sostener nuestro Estado del Bienestar con una población que envejece rápidamente, y que además no suelen competir por los mismos puestos de trabajo que los nacionales. Obviamente, el sentido común no se equivoca siempre pero es, como mínimo, muy poco fiable.

Peor es el caso del que habla desde su experiencia sin darse cuenta de lo limitada que esta es. Es lo que se llama casuística. Cada uno de nosotros conoce y se relaciona con una serie muy pequeña de personas (quizás unos miles, como mucho), en una serie muy pequeña de lugares (trabajos, restaurantes, bares,…) y en una serie muy pequeña de ciudades. Además, tendemos a relacionarnos más con gente que nos “cae bien”, los cuales en su mayoría son gente que comparte cosas con nosotros, especialmente la forma de ver el mundo. Eso hace que estemos sobre-expuestos a nuestra propia cosmovisión, de manera que tendemos a creer que como nosotros y los que nos rodean opinan una cosa, todo el mundo lo hace. Y es natural, con la otra parte del mundo no hablamos, no tenemos contacto. Así, la casuística se convierte en un falso legitimador del discurso, porque no es cierto que todo el mundo sepa o piense las mismas cosas, y a menudo podemos sorprendernos de la cantidad de gente que opina algo distinto a nosotros.

Y es curioso todo ello porque, irónicamente, el resultado de nuestra realidad social es en gran medida el fruto de las interacciones entre las personas que la componen. Cuando la gente cree que algo es de un modo, actuará en consecuencia, a menudo haciendo que ese algo se convierta en realidad. Es la historia del crack del 29, por ejemplo, cuando todo el mundo pensó que los bancos no podían garantizar sus ahorros y corrieron a retirar sus fondos, haciendo imposible que los bancos pudiesen cubrir la demanda y cumpliendo la profecía de que no podían garantizar los ahorros.

Pero la realidad se consensúa a partir de todas las narraciones individuales que hay de la misma (a mayor de los pesos estructurales como las interpretaciones de las instituciones y demás), de modo que son millones de ojos mirando las cosas desde distintos ángulos, todos ellos creyéndose que tienen razón. El resultado es que surgen grupos que comparten visiones de la misma, y que se legitiman unos a otros, creando sus propias casuísticas comunes y sus propios sentidos comunes.

La sociedad moderna, por ello, pierde la unidad que tuvo en la antigüedad (donde los discursos eran más limitados, por ejemplo el discurso medieval dominado por la interpretación religiosa del mundo) y se fracciona en distintos grupos mayoritarios y minoritarios que lo ven todo desde distintas perspectivas.

¿Es posible romper la barrera de nuestra propia subjetividad? Es difícil, cuanto mínimo, pero sí es posible. Cuando nos sentamos delante de una estadística bien hecha que nos dice realmente los porcentajes de conformación de la sociedad (por ejemplo, el número de católicos en la misma) podemos empezar a ver que a menudo nuestra visión es diferente, y aprender a relativizarla. Porque esta es la clave: relatividad.

Cada uno de nosotros tiene su verdad, pero ninguno tiene la verdad. Cuando aprendes a interiorizar que cada discurso es distinto, el mundo se vuelve más relativo y más confuso. Pero, por otro lado, también se vuelve más complejo, rico y fascinante. Así que, a veces, simplemente parándose a escuchar a gente con la que uno nunca hablaría y ver su forma de entender el mundo podemos aprender mucho. Pero parándose a escuchar de verdad, no sólo oír, sino intentar imaginarse cómo se ve todo desde ese otro punto de vista sin desdeñarlo por no ser el nuestro. Sólo así veremos otra de las caras infinitas de la realidad, y podremos aprender, profundizar en quien somos y, quizás, acercarnos un poco a la realidad de verdad y alejarnos un pelín de nuestros propios fanatismos personales.

Costán Sequeiros Bruna

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