Vivimos en un mundo donde, cada vez más, palabras como “yo lo siento así” o “es lo que yo creo” se han vuelto centrales. Independientemente de su coherencia, lógica o base científica, claro. Con ellas hemos llegado al entorno donde digamos lo que digamos alguien puede ofenderse y exigir que nos retractemos de nuestras palabras. Da igual que esté defendiendo que la Tierra sea plana o que eres un otherkin que “se siente gato”, todo es válido y debe ser respetado porque vivimos en un entorno intersubjetivo y posmoderno, construido por las interacciones entre las personas.
Y ojo, vaya por delante, en efecto vivimos en un entorno donde la intersubjetividad tiene un papel muy importante, y las interacciones sociales construyen buena parte del mundo. Pero no vivimos en el mundo posmoderno y relativo del que hablan los libros, ni en el entorno líquido de Bauman, ni nada por el estilo. Invisible, detrás de todo eso, hay una estructura social extremadamente rígida y sólida que sigue construyendo y reconstruyendo nuestras vidas. Da igual que creamos que lo que importa es la autorrealización o que el reiki puede curarnos, la estructura sigue imponiéndose silenciosa e invisiblemente. Y cuanto menos creamos en ella, pensemos en ella, luchemos contra ella, más fuerte es.

El tema de las clases sociales y la desigualdad dentro de la sociedad es uno de los temas clásicos de las ciencias sociales y la sociología, y uno que ha evolucionado mucho con el tiempo. Así que vamos a echarle un vistazo, empezando el argumento en la Edad Media. Como sabemos, en el siglo X existían básicamente tres clases sociales o estamentos: el clero, la nobleza, y el campesinado. Si avanzamos los siglos, a finales de la Edad Media comienza a establecerse la cuarta clase, fruto del crecimiento en importancia de las ciudades como núcleos de comercio: llegaba la era de la burguesía.