Empezaré por constatar lo obvio: los hechos de esta noche en París son una tragedia mayúscula, probablemente en muchos más sentidos que el recuento de bajas (una impactante cantidad que, en el momento de escribir esto, supera ya las 140 personas). Una salvajada, un acto de enorme brutalidad y sangría, un momento negro. Pero en este post no quiero hablar exactamente de lo que todo el mundo hablará mañana, sino de la otra cara de la historia: ¿por qué ha funcionado?
Si echamos un vistazo a los números, 140 es una cantidad de muertos estadísticamente poco importante en una ciudad que en 2011 tenía 2,25 millones de habitantes solo en su núcleo urbano. Mueren más personas en una mala semana en el Mediterráneo, en las cunetas de Méjico o en accidentes de tráfico. No es, por tanto, una cuestión de números.
El terrorismo funciona, y lo hace muy bien, porque es una cuestión emocional. De todos los lugares del mundo, Europa es uno de los pocos que puede decir que prácticamente ha desterrado las muertes violentas por cualquier motivo: sin duda, diréis con razón que sigue habiendo asesinatos, violencia de género que llega a la muerte, etc. y tendréis razón pero lo cierto es que ocurren con tan poca frecuencia que cada una de ellas es una trágica noticia. Europa vive sin violencia, especialmente si se la compara con territorios como el Congo o Sierra Leona, las fabelas de Río, etc. o incluso con otros países desarrollados como Estados Unidos.
Precisamente esa es una de las claves. Vivimos en la ilusión de un mundo donde nuestra vida está asegurada y es pacífica. Podemos ir a la compra sin temer que alguien nos ponga una pistola en la cara y dispare, y si pensamos en que podemos morir hoy nos vendrá antes a la cabeza que nos detecten un cáncer o un accidente de tráfico que la posibilidad de que nos pongan una bomba en el trabajo. El terrorismo ataca directamente esa ilusión, poniendo en nuestra mesa un mensaje claro y brutal: no estamos a salvo.
Echemos un vistazo a los objetivos: una discoteca, locales de moda, las cercanías de un estadio… lugares donde cualquier parisino podría haber estado un viernes por la noche. Lugares comunes, para la gente común que se siente segura. Da igual que la probabilidad de que un parisino cualquiera se encontrase en uno de ellos y fuese una de las bajas sea del 0,0062 % (una probabilidad que, en cualquier cálculo vital se considera despreciable), lo que importa es que podrían haber estado, y cuando el precio es una muerte brutal se convierte en un enorme impacto… aumentado por el hecho de que esos 120 muertos tienen amigos, familiares, conocidos, gente que iba a ir a esos sitios y al final no fue por cualquier azar, etc.
El resultado es que se machaca la pretensión de seguridad en la que vivimos. Es más, si pasó en París, podría ocurrir mañana en Marsella, Londres, Berlín o Madrid… al fin y al cabo, ISIS ha jurado reconquistar Al-Andalus, ¿no? El miedo se extiende así como un riesgo social porque no se basa en la realidad de la probabilidad del hecho, sino en el miedo de que el futuro que proyectamos sea ese. Da igual que vaya a haber o no un atentado mañana en Barcelona, los barceloneses se sentirán amenazados; y puede que no vayan mañana a asesinar a otro centenar en Roma porque podría pasar.
Ese podría pasar, podría haber estado ahí, etc. es lo que hace al miedo una herramienta tan poderoso. No sólo se rompe la ficción de seguridad colectiva, sino que lo hace de un modo con el que todos nos podemos sentir identificados. Y como proyectamos en el futuro la posibilidad de que vuelva a ocurrir, no hay forma de combatirlo, porque no se puede detener a terroristas que no han atacado todavía ni a miedos que no se han manifestado… porque que no haya un atentado mañana no implica que no pueda ocurrir pasado, o al día siguiente, o en un mes, o un año.
El resultado es que la sociedad entra en shock como lo define Naomi Klein: un momento en que la sociedad ha sido golpeada con una brutalidad enorme y se encuentra mirando a una situación que no preveía y que requiere respuestas. El terrorismo supone un shock porque rompe la sensación de seguridad y nos pone cara a cara con la brutalidad de la violencia más salvaje, rompiendo las respuestas que cimentan nuestra seguridad (al fin y al cabo, ¿cómo no se supo que lo iban a hacer y se previno a tiempo? ¿Y cómo sabemos que la próxima vez se podrá evitar a tiempo en vez de que ocurra otra tragedia). El terrorismo gana así no por el centenar de muertos, sino porque desarticula a una sociedad que no sabe cómo responder y se siente amenazada. Y cuando sentimos miedo no sale lo mejor de nosotros en muchos casos.
En el 11-S murieron 2992 personas en un país que entonces tenía 285 millones de habitantes… técnicamente, una cantidad insignificante, y sin embargo el resultado fue una sociedad que de pronto se encontró dispuesta a un giro de 180º en su política exterior, que aceptó que les restringieran las libertades a cambio de seguridad, que vio que se lanzaban dos guerras (Afganistán e Irak) a raíz de esos hechos, etc. No fue la lógica de la tragedia lo que imperó, sino la necesidad de buscar un modo de restituir la sensación de seguridad, aunque fuera del peor modo posible.
Esa es la victoria del terrorismo.
Hay una cita interesante de Hiram Johnson (o Esquilo, según a quien preguntemos) que dice “en la guerra, la primera baja es la verdad”. Si eso es así, podría parafrasearse: “en el terrorismo, la primera baja es la tolerancia”.
Porque eso es lo que normalmente está en juego, la capacidad de mantener las cosas en su sitio. Los atentados de París tendrán consecuencias, pero no serán las militares las que importen (París lleva bombardeando ya un tiempo posiciones del ISIS en Siria), sino las sociales. Ya hay gente diciendo que un campamento de refugiados en Calais ha sido quemado, sea esto cierto o no, está claro que el endurecimiento de las políticas migratorias que Merkel ya estaba llevando adelante se va a acelerar; y aumentarán las medidas de vigilancia/control para tranquilizar a la población y recuperar la ficción de seguridad.
El terrorismo gana así no cuando mata a mucha gente, esa sólo es la herramienta, sino cuando consigue que sacrifiquemos aquello en lo que creemos a raíz del miedo. Cuando aceptamos que nuestro modo de vida, nuestros valores e identidad se pongan en entredicho a cambio de la sensación de seguridad que creemos perdida, como ocurrió con la Patriot Act en Estados Unidos.
Y solo hay una respuesta eficaz: no tener miedo. Mirar a la cara a la barbarie y decirle: no voy a hacer lo que esperas que haga sólo por miedo. El terrorismo puede atentar, pero si mantenemos nuestras identidades y formas de ver el mundo en su lugar, si respondemos con más tolerancia y respeto en vez de violencia y radicalidad, entonces no habrá conseguido su objetivo. La alternativa, responder con brutalidad y fuerza, sólo aumenta la espiral de violencia, como atestigua la historia de Palestina e Israel.
Así pues, no vivir con miedo es vencer al terrorismo.
Costán Sequeiros Bruna
Y tú, ¿qué opinas sobre el terorrismo?