A menudo, tenemos la sensación de que nuestro pensamiento puede abarcarlo todo, ir de un extremo a otro del mundo de las ideas y ver todos los conceptos y nociones que en él existen. Articularse, responder y negociar con todos ellos, integrarlos y aprehenderlos (y aprenderlos de hecho) para ampliar nuestro conocimiento, porque la mente es libre de toda limitación exterior (no puede ser detenida por la policía o cuestionada por nuestros amigos si no compartimos nuestras ideas).
Sin embargo, esta es una falacia habitual que construye la episteme (en términos de Foucault) en la que vivimos. Hay muchas cosas que en las que, en realidad, no podemos pensar y que bien podríamos llamar impensables. Imaginemos que somos trovadores medievales preocupados por nuestra música… probablemente, seríamos incapaces de pensar que sonaría mejor si en vez de un laúd usásemos una guitarra eléctrica, porque las guitarras eléctricas son impensables en el momento porque no existen.
Y ahora me diréis, con razón de hecho, ¡que eso es obvio, nadie puede pensar en algo que áún no se ha inventado! Y si, es obvio si nos paramos un momento a reflexionar sobre ello, pero no tanto si empezamos a ver qué consecuencias tiene ello. Porque no sólo las guitarras eléctricas son impensables para el trovador, sino que él tampoco puede pensar en la libertad, la democracia, en los derechos humanos o en la importancia de la igualdad. En su mundo real, todos esos conceptos y esas mismas palabras no existen o, en aquellos momentos en que si existen, tienen significados tan diferentes a los nuestros que, en buena medida, podríamos decir que no son las mismas palabras aunque teóricamente lo sean (el concepto de libertad medieval, relativo a un sistema social estamental, no es el mismo ni de lejos a la libertad moderna, referida a un conjunto de derechos que la garantizan).
Hay muchas formas en que la sociedad aborda lo impensable. La primera y más obvia es el pensamiento mitológico o religioso, normalmente construido en una proyección de lo que somos en superlativo o bien en negativo. Así, los dioses griegos eran versiones superlativas de las gentes de la hélade (osea, con sus mismas deficiencias y debilidades, formas de entender el mundo y demás, pero con capacidad de actuar con “más poder” que nosotros, de modo que permitían pensar lo impensable, como es el funcionamiento del rayo); por el otro lado, lo impensable como la omnisciencia se puede articular de modo negativo en la idea del Dios judeocristiano, como proyección de lo que no somos: como nosotros no podemos saberlo todo, un ser todopoderoso sí podría.
La creatividad, la imaginación, etc. son todos caminos socialmente establecidos para investigar en torno a lo impensable, creando vías para el desarrollo de la episteme y de la cultura y conocimiento de una época. De hecho, a menudo, a los grandes inventores los llamamos “visionarios” o los definimos como “adelantados a su tiempo” precisamente porque eran capaces de pensar lo que en su momento era impensable pero después dejó de serlo.
Pero lo impensable no se limita únicamente a una cuestión de avance tecnológico, sino de avance directamente de las ideas. Como la sociedad es una construcción intersubjetiva, lo que entre todos decidimos que es pensable pasa a serlo para todos, y lo que no entra en dos reinos: el primero es el reino de lo que es pensable técnicamente, pero que nosotros consideramos moralmente reprobable (normalmente, el reino del tabú, de lo monstruoso, de lo extraño, de lo asqueroso, etc.); y luego está el reino de lo directamente imposible, aquello sobre lo que no queremos siquiera poder pensar (y, aquellos pocos que lo hacen, se encuentran con sanciones muy severas por cuestionar la realidad que todos hemos creado, como Galileo al decir que la Tierra se movía alrededor del Sol).
Berger y Luckmann señalan que la realidad la construimos entre todos y, con ello, creamos el sentido común que explica y articula esa realidad. Sin embargo, entender eso no quita que hay una parte importante de la realidad compartida que es enormemente conflictiva: “es impensable que un hombre se acueste con otro hombre,” dirán los ciudadanos de hace unas décadas, “y si lo hacen… ¡que los ahorquen por sodomitas!”. Sin embargo, ya en esas épocas, aunque la episteme dominante exigía un castigo severo a eso, existía la homosexualidad y la gente sufría por los conflictos internos y externos de tener una identidad sexual que la sociedad como conjunto definía como enferma, desviada… impensable.
La episteme articula el sentir de una sociedad, bloqueando líneas de pensamiento y solidificando otras. Es impensable que un americano de los años cincuenta fuese socialista/comunista, y si lo era, debía ser castigado. Igual que es impensable ahora para nosotros imaginar realmente una sociedad donde la economía capitalista no fuese la base del sistema, si no quizás una economía basada en los favores mutuos. Aquellos que piesnan en esas cosas son soñadores, utópicos, irreales… o, directamente, mentirosos, traidores, enemigos…
La sociedad que construimos entre todos es la historia que nosotros mismos nos damos para entender nuestras vidas y el mundo que nos rodea. Está construida con palabras, conceptos, nociones que articulan nuestra forma de entender el mundo, y le dan la sensación de ser una realidad objetiva externa e innegable (Berger y Luckmann, de nuevo, son muy claros al respecto). Al hacerlo, enmascara relaciones de poder, desigualdades e injusticias bajo el discurso de que no hay alternativas, que ya vivimos en el mejor mundo posible, que tan célebre hizo Fukuyama cuando dijo que habíamos llegado al final de la historia.
Y es que esa metáfora se hizo célebre porque condensa en buena medida la sensación que tiene occidente a raíz del fin de la Guerra Fría. A diferencia de la Ilustración, cuando se creía de verdad en la idea de progreso, en avanzar, en que el futuro tendría cosas que el presente no tiene y además esas cosas serían mejores (osea, el mundo donde lo impensable pasaría a ser pensable), la victoria de occidente en la Guerra Fría nos ha asentado en la idea de que ya vivimos en el mejor mundo posible y, por tanto, las grandes batallas ya no son necesarias. Podemos enfrentarnos por un poco más o menos de igualdad económica (¡nada de cuestionar la explotación del tercer mundo!) o acaso porque las mujeres tengan un poco más de presencia (¡nada de derribar la estructura heteropatriarcal!) o porque las ballenas sean cazadas pero menos (¡nada de nuevas ideologías sobre construcción de un mundo sostenible para todos!)… en resumen, podemos luchar por las cosas pequeñas, porque ya estamos en el mejor mundo posible en todo lo que importa: ya tenemos democracia (aunque esté corrupta), ya tenemos capitalismo (aunque cree unas enormes desigualdades), ya tenemos derechos (aunque no sean realmente los mismos para todos), ya tenemos justicia (aunque unos puedan pagarla bien y otros no), sanidad (aunque dependa de seguros privados), etc.
Así, el mundo en el que vivimos nos invita a resignarnos a no pensar lo impensable: déjalo, que no lleva a nada, no importa, es malo, sucio, peligroso. Piensa en lo que importa, lo saludable, lo pensable… Y si quieres innovar, innova en lo inofensivo, como un nuevo instrumento musical (nada revolucionario tampoco, por favor, que sino las discográficas no van a poder comercializarlo) o escribe una nueva novela (a poder ser un best seller que nos de mucho dinero rápido y luego nadie recuerde). Piensa lo pensable, por favor, y deja lo impensable fuera de la ecuación, que sino vamos a tener que plantearnos todos demasiadas cosas y replantearnos privilegios y formas de vida…
Pues, lamentablemente, al mundo social hay que decirle: lo siento, pero me temo que es la hora de pensar lo impensable. Y no solo pensarlo, si no hacerlo real. Y me da igual que nos llames locos, enfermos o desviados, vamos a pensarlo, a gritarlo y a luchar por ello y, al hacerlo, lo que una vez fue impensable pasará a ser pensable.
Costán Sequeiros Bruna
Y tú, ¿qué opinas sobre los límites sociales al pensamiento libre?