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Los Prejuicios

¡Horror entre horrores! ¡Desviación de la mente! ¡El gran tabú! ¡El terrible mal! Todos sabemos lo terrible que son los prejuicios para la persona, cómo nos desvían de la verdad y engendran toda clase de problemas sociales… La verdad acerca de los prejuicios, sin embargo, es muy diferente al concepto de ellos que tiene la mayoría de la gente.

El cerebro tiene que procesar, en cada momento dado, un millón de millones de estímulos: todo lo que estás viendo (sea en el centro de lo que ves o en la periferia), lo que oyes (lo que eres consciente y lo que no), todo lo que hueles (si, incluso cuando crees que no hueles nada, eso es un olor muy concreto), lo que sabes (la saliva tiene un sabor, aunque te hayas habituado a él), las sensaciones de todas las células (aún cuando no duele nada, mandan señales para decir que no duele nada), etc. Como es obvio, se podría decir que el pobre cerebro tiene un exceso de trabajo nada desdeñable.

Y eso sólo con los impulsos propios de los sentidos. Pero no sólo somos sentidos, sino que tiene que coordinar cada uno de nuestros movimientos (conscientes o no), así como pensar, e incluso analizar y llegar a conclusiones sobre lo que nos rodea. Por todo ello, el cerebro necesita de atajos, formas que le permitan procesar más cosas con menos esfuerzo. Los prejuicios son uno de estos atajos.

Tienes delante una persona desconocida. Si quieres actuar con éxito, debes analizarla, para ver qué desea, cómo hay que tratarla, qué hacer… los conocimientos receta que vimos en un post anterior sirven para esto, pero sólo son acciones muy concretas para marcos muy definidos. En ocasiones, la interacción va a ser más larga, y hace falta una comprensión mayor de la otra persona. Sin embargo, ese conocimiento requiere de tiempo, y de esfuerzo cerebral.

Por el contrario, si lo que tienes delante no es una persona desconocida, sino “una mujer”, “un forofo del fútbol”, “un inmigrante”,… es mucho más fácil, porque el cerebro adjudica una serie de características a esa persona simplemente por el grupo al que pertenece. Toda mujer es emotiva, los forofos del fútbol son unos gritones, y los inmigrantes unos duros trabajadores (son sólo ejemplos, ¡no me saltéis encima!).

El problema con esto es que, obviamente, eso no siempre se corresponde con la realidad. ¿Por qué? Porque, como dijimos antes, los prejuicios no se basan en el conocimiento de esa persona. Al contrario, son construidos básicamente por dos formas: primero, y más obvio, en base a nuestra experiencia con la gente de ese grupo social; pero lo segundo, y quizás más desapercibido, es que son construidos socialmente. A menudo no sabemos ni hemos tenido contacto alguno con una clase social, pero en base a nuestra sociedad, nos llegan una serie de prejuicios a través de los medios de comunicación, de nuestros amigos, etc. Por ejemplo, “toda chica de la altísima sociedad es tonta”, como Paris Hilton. Yo nunca he sido de la alta sociedad ni he tratado con ellos, pero esa imagen podría haberse configurado como un prejuicio mío, y lo he visto en gente que tampoco ha tenido tratos con ellas antes.

Así pues, la cuestión no es si los prejuicios son buenos o malos, pues son directamente necesarios para el cerebro como proceso mental. Por tanto, lo que nos corresponde preguntarnos es si son adecuados para el mundo que nos rodean, si están bien construidos. ¿Nuestros prejuicios se ajustan a la realidad? Y, también, ¿quienes los han construido? ¿Hemos sido nosotros, en base a nuestra propia experiencia, o nos han sido dados por otro? Y si es por otro, ¿por quien?

Obviamente, sin embargo, esas preguntas tienen diferente respuesta para cada uno de nosotros. Así que… vosotros diréis.

Costán Sequeiros Bruna

Y tú, ¿qué opinas de esto?

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