Desde hace tiempo, el debate sobre la calidad de nuestras democracias está abierto, sopesándose elementos como la frecuencia de las elecciones, la limpieza de las mismas, la existencia de corrupción, la apertura de los partidos, la participación ciudadana, etc. Todas estas cuestiones son importantes a la hora de evaluar una democracia representativa como las que encontramos hoy en día y suelen dar como valoración final una calidad relativamente media o baja de nuestras democracias. Sin embargo, por importante que sea este debate, a la hora de la verdad palidece si tenemos en cuenta que la democracia representativa es, en el fondo, una trampa.
Al principio, las democracias originales (la ateniense por ejemplo) eran lugares donde intervenía toda la ciudadanía (por aquel entonces, compuesta únicamente de hombres libres nacidos en la polis). Un modelo similar tenía la república romana, aunque allí importaba más el dinero. La llegada de la Edad Media rompe esto, al encontrarse las monarquías medievales que la única representación del pueblo era en las Cortes, cuando se convocaban, enormemente sometidas a la voluntad real y el peso de los estamentos nobiliario y eclesiástico.