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Sociología

La Democracia Participativa o Fuerte

Desde hace tiempo, el debate sobre la calidad de nuestras democracias está abierto, sopesándose elementos como la frecuencia de las elecciones, la limpieza de las mismas, la existencia de corrupción, la apertura de los partidos, la participación ciudadana, etc. Todas estas cuestiones son importantes a la hora de evaluar una democracia representativa como las que encontramos hoy en día y suelen dar como valoración final una calidad relativamente media o baja de nuestras democracias. Sin embargo, por importante que sea este debate, a la hora de la verdad palidece si tenemos en cuenta que la democracia representativa es, en el fondo, una trampa.

Al principio, las democracias originales (la ateniense por ejemplo) eran lugares donde intervenía toda la ciudadanía (por aquel entonces, compuesta únicamente de hombres libres nacidos en la polis). Un modelo similar tenía la república romana, aunque allí importaba más el dinero. La llegada de la Edad Media rompe esto, al encontrarse las monarquías medievales que la única representación del pueblo era en las Cortes, cuando se convocaban, enormemente sometidas a la voluntad real y el peso de los estamentos nobiliario y eclesiástico.

Llegamos así a la Gran Bretaña del XVI, que con dos guerras civiles, consigue que Cromwell ponga a la Corona británica bajo control de su parlamento. Surge así la primera democracia moderna (con muchas limitaciones, sin duda), y a partir de ahí nacen los debates sobre cómo construir una democracia funcional en sociedades mucho mayores que las ciudades (polis griegas o la Roma republicana). El resultado es que inicialmente se opta por el mandato imperativo, que implicaba que los enviados desde las distintas partes del reino al Parlamento debían obligatoriamente cumplir con lo que se había propuesto en sus candidaturas y lo que sus electores directamente querían. En la Gran Bretaña del siglo XVI-XVII, sin embargo, este modelo no funcionó bien: los votantes eran masas analfabetas, con escaso conocimiento de política o de las noticias globales, fáciles de manejar por los candidatos. Así que se abandonó el mandato imperativo y se avanzó hacia el representativo, que establecía que la gente escogía a quién quería que les representase y este tenía luego un amplio margen discrecional para defender los intereses de sus votantes. Para la época era un buen método, ya que garantizaba que la gente mejor formada (los que habían sido elegidos, que por algo eran parte de una élite cultural y económica) tenían cierto margen de acción para hacer lo que fuera mejor, aún cuando sus votantes pudiesen pensar lo contrario (al fin y al cabo, eran gente iletrada y, por tanto, en teoría incapaces de tener una opinión real sobre temas complejos); si había acertado, en las siguientes elecciones sería reelegido.

Así es como nacen las democracias representativas, como solución a los problemas que plantea un demos demasiado grande (imposible que todos los ciudadanos se reúnan en un sitio concreto cada vez que hay que decidir algo) y teóricamente falto de preparación para gobernar realmente. Pero esa población ha cambiado con el tiempo: ahora somos más los que tenemos derecho a voto (originalmente sólo votaban hombres y con cierto grado de riqueza) pero los nuevos medios de comunicación garantizan que podemos estar al tanto y participar de los debates políticos (como atestiguan los movimientos sociales); y además estamos mucho más formados, hasta el punto de que buena parte de las sociedades occidentales está muy preparada, incluso más que las de sus representantes electos. Entonces, si las dos trabas principales se han eliminado, ¿por qué no regresamos al mandato imperativo, mucho más democrático?

La respuesta es que las élites en el poder, atrincheradas en unos partidos políticos que han consagrado la partitocracia hasta el punto de desvirtuar por completo la democracia representativa, se niegan a perder ese poder a menos que se les arranque de las manos. Así, con el nombre de casta, la sociedad civil ha comenzado a darse cuenta de que, bajo el “gobierno del pueblo” lo que realmente se escondía era el gobierno de unas élites concretas, escogidas dentro de grupos cerrados, que gobernaban en nuestro nombre fingiendo que la opinión ciudadana les importaba.

Es en este marco de descrédito de la democracia representativa que corresponde echarle un vistazo a la democracia participativa. Pero, ¿qué es? Básicamente, se trata de distintos modelos que existen y que buscan maximizar la participación ciudadana en la política. Los lobbies y movimientos sociales parecen buenos ejemplos de esto, ya que canalizan la voluntad ciudadana hacia el poder electo, buscando modos de acceso más directo. Sin embargo, en realidad, más que democracia participativa, lo que son es un parche para unas democracias representativas cada vez más ilegítimas, con unas élites distanciadas de la sociedad civil.

Para ir a una verdadera democracia participativa hay que ir a los modelos más radicales. Estoy hablando de los presupuestos participativos, por ejemplo, donde son los habitantes de una ciudad los que deciden cómo se gasta el presupuesto de la misma; o los sistemas de debate público abiertos, a menudo a través de internet, que buscan la implicación de los ciudadanos en el debate público oficial; o, incluso, los sistemas de democracia electrónica, que sometan la votación de los asuntos importantes a referéndums continuos, relegando los Parlamentos a lugares de debate y discusión sobre unas medidas que luego va a decidir la ciudadanía. Medidas como estas hay muchas más, todas buscando una entrada directa de la ciudadanía en los asuntos políticos. Y, por muy utópico que parezca, ya hay ciudades que funcionan con presupuestos participativos, y varios de los cantones suizos someten a referéndum todas las decisiones de importancia.

Estos modelos permiten una ciudadanía implicada en la sociedad en la que viven, que puede aprender y responsabilizarse de los bienes públicos y asegurarse de que sean empleados donde más necesarios son. Crea un debate fuerte y verdadero sobre la identidad de la ciudadanía, sobre los valores que esta tiene y la dirección en la que quiere que avance el país. Y permite construir estructuras mucho más horizontales del poder, donde los grandes partidos y élites vean reducidos sus margenes de acción enormemente y, con ello, su capacidad para controlar a los demás.

Por supuesto, esto todo implica que suponen una respuesta a la falta de legitimidad de las democracias representativas pero, también, una amenaza al poder de las élites. Y, al serlo, se convierte en un campo de batalla ideológico. Así, se desacredita a las democracias participativas diciendo cosas como que los ciudadanos no tienen conocimientos para decidir sobre cuestiones complejas (Angela Merkel es química, si ella tiene la formación necesaria, ¿por qué no el resto de la sociedad formada en cualquier campo?), o que serían mecanismos muy lentos a la hora de actuar (viendo la rapidez con la que Rajoy tramita los cambios legales aún con mayoría absoluta, es difícil imaginar un sistema más lento), que llevarían a medidas ineficaces porque ganarían las opciones más populistas (yo aún espero que me enseñen las medidas eficaces que los tecnócratas no populistas han tomado en esta crisis económica), etc.

En resumen, se construye toda una argumentación en torno a que los ciudadanos son incapaces de gobernarse a si mismos, que seguimos siendo niños que necesitan de la guía de sus padres. Pero, lamentablemente para esos padres, por mucho síndrome del nido vacío que tengan, la ciudadanía hace tiempo que ha alcanzado una madurez suficiente como para independizarse y cuidarse a si misma. Ahora sólo necesita construir las herramientas para hacerlo y eso da un pavor tremendo a las élites, incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos sin aceptar ser “uno más”.

Costán Sequeiros Bruna

Y tú, ¿qué opinas de la democracia participativa?

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