Un estadio entero pita un himno y se monta un escándalo; Sinnead O’Connor quema una bandera americana y se acaba su carrera musical. ¿Qué pasa ahí para hacerlos raros? A nadie le extrañan los silvidos y pitidos en un concierto malo y desde luego Sinnead todavía estaría grabando discos si hubiese quemado un pantalón de Bershka. ¿Qué diferencia a esos objetos?
Vivimos en un mundo lleno de símbolos, desde los iconos que pueblan las pantallas de ordenador a las palabras que ocupan las páginas de los libros. Los seres humanos somos profundamente simbólicos y esto es parte intrínseca de nuestra capacidad para funcionar y comunicarnos. Pero no todos los símbolos son iguales, igual que no se refieren a la misma cosa.
Los símbolos pueden ser considerados como banales, como pueda ser la palabra “pelota” o el icono de guardar con forma de diskette. Nadie se escandaliza ni sorprende por el uso de estos símbolos que forman parte de nuestro día a día y que, sin embargo, están en el punto más bajo de la “escala de símbolos”.
En un segundo nivel encontramos los símbolos sujetos a tabús light, como pueden ser las palabrotas que una persona “bien educada” no dice. Estos símbolos pueden ser usados ocasionalmente y provocarán risa, o sorpresa, o incluso un cierto escándalo social, pero las consecuencias no suelen ser graves.
Sin embargo, en el tercer nivel están los símbolos sagrados. Antiguamente podía tratarse del animal totem de una tribu; hoyen día, la imagen de Mahoma todavía se encuentra en esta categoría, igual que un crucifijo lo está para mucha gente. Pero en un mundo donde el espacio de lo sagrado pierde terreno ante una creciente ola de relativización de la religión y aumento del ateísmo, los símbolos religiosos han perdido parte de su sacralización.
En su lugar, otros símbolos han ocupado ese lugar: los himnos de los países, las banderas, las instituciones, las personalidades políticas o culturales, etc. Todos ellos, de un modo u otro, son símbolos del Estado o de la nación y, por ello, representan a todos los que se sienten identificados con ellas. De modo que, cuando alguien pita un himno, lo que mucha gente interpreta es una agresión contra su Estado, su identidad y su persona. En buena medida, como se ha dicho ya con anterioridad por muchos autores, la nación y el Estado se han convertido en el Dios de las sociedades modernas y secularizadas.
Así, Sinnead O’Connor no estaba quemando tela, estaba quemando a Estados Unidos; y el pitido en el Camp Nou no se hacía a una serie de notas musicales sino a la idea de España.
Esto se debe a que, una vez sacralizados, esos símbolos obtienen las mismas propiedades mágicas y tabús que se asocian normalmente con los símbolos religiosos. En la mente de alguien ofendido por la quema de la bandera se produce el mismo rechazo que se da en la mente de alguien ofendido por una caricatura de Mahoma: se ha violado, a sus ojos, uno de los símbolos que considera más importantes y sagrados y, por ello, dignos del mayor de los respetos. Ante su mirada, se ha roto un tabú y se ha cometido un acto barbárico, casi impensable e inhumano.
Y es que el poder mágico de los símbolos es una parte importante de los mismos, por mucho que ahora les demos otro nombre. Puede que nadie piense en magia cuando se santigua con su cruz para ver si tiene un poco de suerte ante un reto al que se va a enfrentar… pero lo está haciendo. Inconscientemente, está apelando al poder mágico de esa cruz como intermediaria entre ella y Dios, de modo que pueda atraer algo del fervor divino en su ayuda. Lo mismo que cuando los griegos antiguos quemaban un poco de la grasa de todos los animales (la hecatombe) como ofrenda a los dioses para mantener su aprecio y protección.
En el momento en que alguien quema o destruye uno de esos símbolos, todos los que creen en ellos se encuentran ante una disociación cognitiva. Por un lado, saben que sólo es una tela y, por tanto, pueden optar por no considerarlo importante, lo cual inevitablemente reduce su creencia en el objeto sagrado y lo que simboliza; o, por el otro, pueden tomarlo como un atentado contra aquello en lo que creen, como si metafóricamente hubiera quemado a su dios particular, y sentirse tremendamente ofendidos (como mínimo) por ello.
En un mundo donde los símbolos se han ido multiplicando continuamente y donde distintas personas tienen distintos vínculos afectivos, podemos encontrarnos relaciones sacralizadas de lo más inesperadas. Naomi Klein, en “No Logo”, contaba el caso de un ejecutivo norteamericano que se había tatuado el símbolo de Nike como modo de darse ánimos por la mañana “just do it” al fin y al cabo; probablemente, esa persona no se tomaría bien que le recordasen que Nike solo es una empresa y eso solo un slogan hecho para hacer dinero. Pero, sin ir a casos tan raros, seguro que todos conocemos gente que ha sacralizado un equipo de fútbol, una ciudad, o un grupo de música… y que no se lo toman nada bien cuando se habla de ellos para cualquier cosa que no sea cantar las alabanzas y los aleluyas.
De modo que, aunque el número de creyentes en ideas religiosas lentamente va disminuyendo, la sacralización del mundo no ha bajado, sólo ha pasado de unas ideas a otras. Porque, al final, la sacralización de símbolos es algo que hacemos los humanos no por mandato divino sino porque creemos que esos símbolos son dignos de ese extra de respeto; y, por ello, mientras haya seres humanos y símbolos, seguirá habiendo unos sagrados de un modo u otro, atacar a los cuales atraerá la ira de sus devotos.
Sin embargo, que esto sea inevitable (probablemente) no implica que no debamos luchar contra ello. Ningún símbolo debe ser sagrado, ningún tema tabú, ningún concepto debe ser expulsado del uso. La libertad de expresión debe ser absoluta si queremos aprender a relativizar la sacralidad de las cosas y, al hacerlo, dejar de estar sujetos a su poder. Porque, aunque no lo parezca, los símbolos tienen mucho poder en si mismos y en las manos adecuadas.
Costán Sequeiros Bruna
Y tú, ¿qué opinas de la sacralización de los símbolos?