Al crear una nueva entidad geográfica como es la Unión Europea, se hace necesario dotarla de un espacio que pueda delimitar como propio, y un espacio que pueda delimitar como ajeno. Esta línea divisoria no sólo se aplica de manera geográfica tradicional (en forma de fronteras estatales), sino que se crea también a modo de diferencias regionales y culturales que definen el contenido de los espacios que se demarcan. Como en un cuadro, donde si pintamos dos mitades del mismo tono de blanco, lo que todo el mundo verá será un único cuadro en blanco y no dos diferentes mitades blancas; por ello, es necesario que ambas mitades sean de colores diferentes, y en términos geo-culturales, eso se hace dotando de diferente contenido social en su definición a lo que hay dentro y a lo que hay fuera. El Nosotros y el Ellos.
Sin embargo, la integración europea no consiste únicamente en el establecimiento de un nuevo Otro, sino en la destrucción de múltiples diferentes Nosotros. Así, la enorme cantidad de kilómetros de fronteras internas de la Unión se deben borrar de los mapas mentales y sociales de la gente, y construir un nuevo conjunto con el todo. Por seguir con el ejemplo anterior, hace falta pintar de un único color la mitad que ahora parece un galimatías de colores.
Obviamente, estos dos procesos son parejos, y simultáneos, y sin el uno no podría existir el otro. Al establecer un nuevo Nosotros, creamos el contenido que nos diferencia del Otro, y al crear un nuevo Otro nos dotamos a Nosotros mismos de contenido diferenciador. Así, varios analistas (como Thoas Diez) han mostrado cómo diversos procesos presuponían la existencia de un espacio europeo, pero en realidad lo que estaban haciendo al mismo tiempo era crear ese espacio.
Sin embargo, este mismo proceso resulta paradójico en si mismo, por la continua expansión de la Unión Europea. A medida que esta se hace más grande, cambia el contenido interno de la misma, pero al mismo tiempo se redibujan las fronteras exteriores. Una vez Rumanía fue el Otro, pero ahora es el Nosotros; y aunque ahora Turquía es el Otro, bien podría dejar de serlo en un futuro relativamente próximo. Donde una vez los Estados definían a los que los rodeaban como Otros, ahora deben rehacerlo y construirlos como un Nosotros cambiante, y nunca definido de forma permanente debido a la lógica de expansión de la Unión.
Esto requiere, ciertamente, tiempo, pues se producen enormes disonancias cognitivas en las mentes de las personas al redefinirles el espacio social en el que habitan. Es el caso claro del deseo de Austria, tal como lo expone Thomas, al sugerir que Turquía no forme parte de la Unión como miembro completo, pues el propio Nosotros austriaco se basa en gran medida en medio milenio de oposición al Imperio Otomano; si se destruye el Otro turco, el Nosotros austriaco se vería sin gran parte de su sustento. Y lo mismo se podría decir de Chipre.
Así, el continuo renegociado de las líneas de diferenciación entre lo que está dentro y lo que está fuera depende en gran medida de las percepciones de los habitantes. No basta con que dos Estados decidan abolir sus fronteras comunes, sino que eso sólo es un primer paso para que las mentes de las personas que habitan a ambos lados comiencen a cambiar y a aceptar que el del otro lado del río no es un extraño, sino que ahora puede que sea uno más. Lo cual, obviamente, es más difícil cuanto más diferente haya sido pintado el Otro, y cuantos más procesos de securitización de la frontera haya sufrido esa misma línea divisoria.
Sin embargo, este proceso no es únicamente un proceso mental-cultural, sino que también requiere de cambios estatales e institucionales. Aunque España y Francia no tengan ya puestos fronterizos o controles aduaneros entre ellas, todo el mundo sabe que ambos países no son aún lo mismo, y un cartel azul bien grande señala el momento en que hemos cruzado la línea divisoria entre ambos países. Así, para que se produzca una auténtica Unión, lo que hace falta es la aparición de un Nosotros unido, no sólo un Nosotros no diferenciado. Para esto, lo que es imprescindible es la aparición de una ciudadanía europea como tal, con la adecuada representación institucional. Este es el enfoque de algunas instituciones, como el Parlamento Europeo, pero su clara subordinación por debajo del Consejo Europeo (compuesto de Estados diferentes) hace que el mensaje que llegue a la ciudadanía sea confuso, y contradictorio, y dificulta la aparición de una auténtica ciudadanía europea como tal.
Para que esto cale, en gran medida, se vuelve imprescindible la separación clave entre política nacional, internacional, y europea. Cuando en un país europeo cualquiera se escoge a un Presidente o Primer Ministro, normalmente se hace sobre la base de una serie de intenciones para la política doméstica de dicho país, así como algunas nociones sobre su política internacional y europea. Sin embargo, al no haber una diferenciación entre ambas, en caso de que a un elector le guste un candidato por sus políticas nacionales pero no por las internacionales/europeas debe escoger a una preferencia sobre la otra a la hora de la votación pues van unidas. Sería imprescindible que los candidatos a los órganos europeos fuesen escogidos precisamente para esa función. Así, si el Consejo Europeo debe estar compuesto por representantes de los Estados, deberían ser los representantes que mostrasen la postura de los ciudadanos de ese Estado con respecto a Europa, y no con respecto a su política nacional interna.
Obviamente, sin embargo, esta diferenciación produciría la paradoja difícilmente solucionable de que gobernase en un país un miembro de un partido político, mientras el representante europeo de dicho país fuese de su oposición. Esto claramente dificultaría el proceso de toma de decisiones en Europa y su implantación dentro de los propios países.
Y es que, en el fondo, si se pretende una verdadera Unión Europea, lo que hace falta es que lentamente los países cedan sus potestades independientes. La Unión Europea no debe ser la Unión de los Estados de Europa, sino la completa unión en términos sociales, identitarios, económicos y políticos (aunque siempre respetando las diferencias culturales como corresponde a un verdadero modelo cosmopolita). Y con ello surgiría un nuevo discurso político, que crearía una serie de conceptos que diesen realidad y visión a esa Unión Europea.
Costán Sequeiros Bruna
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