En la última clase del Profesor César Díaz-Carrera tocamos un tema muy interesante, que es el de la calidad de la democracia en la que vivimos. Como todos sabemos, democracia es el gobierno del pueblo, y por tanto, allá donde más gobierno del mismo haya, más democracia habrá.
Sin embargo, lo cierto es que en la era moderna, la democracia que se entiende como tal es la representativa. Esta se basa no tanto en el gobierno del pueblo directamente, sino en el de unos individuos escogidos por ese pueblo, en la división de poderes, el imperio de la ley, y la garantía de unos derechos, libertades y deberes. Si echamos un vistazo en una cierta profundidad a la propia estructura de España (y de muchos otros países), lo que nos encontramos es que esto está muy lejos de cumplirse.
Primero, porque no existe una verdadera división de poderes. El ejecutivo es formado por el dirigente del partido mayoritario en el Congreso, lo cual claramente habla en contra de la separación entre ejecutivo y legislativo, y en contra de la capacidad de las Cámaras de controlar realmente la actividad del Gobierno. El Tribunal Constitucional y el Consejo Superior del Poder Judicial son ambos, según diferentes procedimientos, escogidos por el Congreso y el Senado, lo cual anula la independencia de la magistratura.
Todo esto lo que nos deja es con una estructura política con un único actor central: el partido político. Hoy por hoy, los partidos ocupan todas las esferas de la sociedad española: están en los tres poderes, los medios de comunicación son básicamente de un u otro partido o corriente ideológica, están en las universidades, en los sindicatos… De hecho, en España es relativamente complicado permanecer independiente, y la mayor parte de la gente se define más o menos como seguidora de un u otro partido, aún cuando las diferencias entre ellos son cada vez menores.
Y es que, para más inri, los partidos modernos no son la expresión de la voluntad del pueblo o sus intereses, sino que en su intención de abarcar cuanta mayor cantidad de población posible mejor, se han transformado en productos políticos diseñados con cuidadosas campañas de marketing para poder atraer al mayor número posible de gente que se pueda identificar con ellos. No defienden realmente posiciones ideológicas diferentes (como prueba la gran cantidad de cosas que hacen de la misma manera unos y otros, por mucho que se increpen en el Congreso), sino que mantienen un conjunto de idearios más o menos comunes, con pequeñas variaciones para atraer a distintos sectores de la población más o menos “voluble” que queda en el medio entre ellos.
Además, no son ni siquiera los políticos los que se pueden considerar independientes y estar dotados de la capacidad para defender intereses y debatir. Al contrario, ya ni siquiera se puede discutir en el Congreso o el Senado con libertad, ya que todos los políticos están sometidos a la rígida disciplina de partido, que hace que todos tengan que hablar y votar de la misma manera. Y, si no lo hacen, no les queda mucha carrera política por delante probablemente (y, teniendo en cuenta que casi todos son profesionales de la política, no suele ser una perspectiva que les resulte nada interesante). Así que la maquinaria de los partidos se convierte en hegemónica, y deja prácticamente sin espacio a nada en la sociedad.
Y parte de la culpa de esto la tiene, creo yo, el propio sistema político en cuanto a “reglas de juego”. Estas favorecen claramente a los dos partidos mayoritarios o a aquellos con mucho arraigo en una zona específica (como los nacionalistas) eliminando básicamente del juego a los demás, o relegándolos a los límites de la periferia. Teniendo en cuenta que el funcionamiento interno de los partidos no es democrático (ni siquiera hay elecciones primarias como en Estados Unidos), lo que resulta es que es la burocracia interna de esos partidos y sus líderes los que gobiernan bajo la bandera de “una democracia libre”.
Sí, es cierto, somos libres en nuestra vida social. Sin embargo, la democracia no es sólo libertad, sino que requiere el respeto de instituciones y el poder del pueblo. Y eso está muy lejos de ser realidad en la España actual. Se lo ha llamado, con acierto, un modelo partitocrático, que se disfraza a sí mismo como democracia para ganar legitimidad pero que no deja de ser un tradicional gobierno de una élite.
Costán Sequeiros Bruna
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