Las recientes elecciones municipales han repetido lo visto en las andaluzas y creado un entorno múltiple muy complejo donde las minorías van a tener que verse las caras para buscar acuerdos. Y eso es bueno, porque en la medida en que distintos partidos estén en las comunidades y alcaldías, se refuerza la representación de distintos colectivos y las voces plurales que aseguran, con sus equilibrios, que nadie puede aplicar el rodillo más sórdido de la mayoría absoluta. Pero, pese a lo enormemente positiva que es la situación para la calidad de la democracia y para evitar abusos de poder, los pactos implican también muchos riesgos, especialmente para los partidos involucrados.
Esto se debe a que, durante cuatro años a partir de entonces, las imágenes de ambos partidos van a quedar unidas. Primero de todo, porque un pacto implica contradecir lo que a menudo se ha dicho en campaña: los partidos, durante las elecciones, demasiado a menudo se esfuerzan por insultar o descalificar a los enemigos para convertirlos en alternativas no viables, de modo que pactar con ellos después es a menudo visto como una enorme contradicción con sus propios discursos.