Aunque no lo parezca, en el mundo no sólo la ropa lleva etiquetas. Al contrario, cada uno de nosotros lleva un montón de ellas aunque no sean visibles al darle la vuelta al envoltorio. Las etiquetas sociales son términos que identifican a la persona en una serie de elementos que la sociedad considera relevantes, algunas son muy visibles (negro, blanco, chico, chica…) mientras que muchas otras son más complejas o imperceptibles (rojo, facha, musicólogo, melancólico, pesado…).
Las etiquetas las asignan las personas a los demás a lo largo de la interacción. En base a tu trato con alguien decidirás si es aburrido o inteligente, si ella es capaz o vaga, etc. Así, al interactuar construimos un marco de términos que aplicamos a esa persona y nos guían sobre quien es: un marco que podemos exportar a otros al hablar con ellos de esa persona y decirles lo que opinamos de ella.

He de reconocer que este es un post menos sociológico de lo que debería, sino casi más poético o algo así. Pero no doy más vueltas, la idea me surgió leyendo la saga de novelas Marte Rojo, Verde y Azul, de Kim Stanley Robinson. En un momento dado, entre sus elucubraciones de genética y terraformación, plantea la idea de que la sociedad se perpetúa de un modo genético, pero no lo desarrolla más allá de esa idea. Y es una idea que, científicamente, me repulsa, porque la sociología hace mucho que se ha ido separando de los sociobiologicismos propios del siglo XVIII, demostrando que la sociedad no se comporta como un ser vivo. Pero, por un post, vamos a jugar con esa idea.
Si Aaron Sorkin nos ofreció hace tiempo