Viajemos en nuestra máquina del tiempo un algo más de un siglo hacia atrás, con el surgimiento del Estado del Bienestar en Alemania durante el gobierno de Bismarck. Hubo precedentes, sin duda, en otros tiempos y países, pero se considera las políticas de Bismarck como el comienzo del Estado de Bienestar moderno. La idea era que, mediante impuestos, el Estado proveyese de una serie de condiciones de vida mínimas a todos los habitantes, garantizando a cambio con ello una cierta paz social.
Si pasamos las décadas debajo nuestra con rapidez veremos que el Estado del Bienestar se extendió con rapidez, especialmente por Europa, pero también Estados Unidos y otros sitios juguetearon con él en forma de Keynesianismo y otras políticas económicas donde el Estado interviene en economía activamente. Los Estados fueron creciendo con este aumento de impuestos pero también de servicios, creándose sistemas nacionales de sanidad, educación, seguridad, etc. y requiriendo mayores gastos del Estado que se traducían en nuevos modos de recaudación. Pero cada triunfo en estas décadas forzaba una mayor redistribución de la riqueza garantizando una mejor vida para las clases bajas y medias, menor desigualdad y mayores oportunidades… para los que menos tenían, no para los que más.








Vivimos en un mundo de creciente globalización, donde los flujos de dinero y las películas cruzan de un lado a otro el globo en centésimas de segundo, donde jugamos en tiempo real con compañeros del otro lado del planeta y estudiamos MOOCs en compañía de miles de personas de todo el mundo. Pero lo cierto es que el proceso de globalización no afecta por igual a todo el planeta ni a todas las clases sociales. Al contrario, vivimos en un mundo donde los ricos pueden coger sus jets privados para cenar en París y tener sus cuentas a salvo en Suiza, mientras que los pobres siguen cenando en el bar de la esquina y tienen sus ahorros en el banco de toda la vida. ¿Por qué existe esta desigualdad, y qué implica?