Desde las ciencias sociales a menudo se han propuesto distintas teorías para intentar entender el mundo en que vivimos y tratar de identificar sus dinámicas principales. Desde la economía se ha llamado al mundo actual una sociedad neoliberal, o de capitalismo tardío. En sociología se la ha llamado la sociedad de la información, donde el centro de todo es el uso y manejo de la susodicha. También se la ha llamado la sociedad del riesgo, acentuando cómo las acciones en el presente a menudo se basan en tratar de prevenir problemas futuros. O se ha dicho que es una sociedad líquida, donde lo que predomina es el cambio y la desaparición de estructuras sólidas. Se ha hablado de sociedades de civilizaciones en choque, de sociedades que han llegado al final de la historia y se preparan ya para el final de la ideología, y al contrario, de sociedades de fuertes valores ideológicos en conflicto. Y muchas más. Hoy voy a proponer quizás una aproximación más micro, la de una sociedad de narradores, de cuentacuentos.
Pero empecemos por el principio. En el pasado ya he hablado sobre cómo la sociedad es intersubjetiva, debido a que no existe una realidad objetiva que todo el mundo vea. Al contrario, cada persona ve el mundo de un modo, su subjetividad. Allá donde los puntos de vista de mucha gente coincide surgen acuerdos sociales y culturas organizadas en torno a esas ideas, que definen que esa sociedad es de tal modo, o que tiene esos valores. Entonces esas subjetividades crean una serie de puntos en común sobre los que asientan esa intersubjetividad, esa percepción compartida de lo que es el mundo en el que viven. Y luego las subculturas lo que vienen es a crear variaciones internas de esos acuerdos, enfatizando ciertos valores, debilitando otros, etc.
Es aquí donde entra la visión del poder de Foucault, cuando dice que el biopoder (el tipo de poder dominante en la actualidad) se basa no en el castigo y la represión sino en la creación de identidades. Nos enseñan a pensar y a sentir de ciertos modos a través de la educación (desde la familia, al colegio, etc.) y, con eso, improntan nuestras identidades para hacernos ver el mundo de cierto modo, acorde en principio con la cultura en la que vivimos. El biopoder se basa así en esa gestión de los sueños, los deseos, etc. que tiene la gente, y en la gestión de los modos legítimos de alcanzar esos sueños. Y aquí podemos apoyarnos en Merton, cuando habla de la desviación en sociedad. Él dice que la sociedad fija unos objetivos para ser una persona “exitosa” en sociedad, y establece unos mecanismos para llegar a ellos. En el momento en que aceptamos esos fines y esos caminos nos conformamos a la sociedad, mientras que aquellos que aceptan unos y no los otros, o no aceptan ningunos, son desviados. Por tanto, vivimos en un mundo donde el poder establece nuestras identidades y donde se define como desviados a aquellos que no siguen las vías establecidas para llevar una “buena vida”.
De este modo llegamos al primer punto de nuestra sociedad de narradores: que nuestras vidas son historias. En concreto, son las historias que nos contamos, a nosotros y a los demás, acerca de quienes somos, por qué somos como somos, que eventos nos han marcado, etc. Construimos nuestro personaje, nuestra identidad, en base a esa historia, y según recordemos o no ciertos eventos, enfaticemos o no ciertos valores, etc. vamos contando como somos. Y es que la memoria es engañosa, no recuerda las cosas como son, olvida las que no interesan y deforma muchas otras, para ajustarse a la historia que nos estamos contando. Y, según cambiamos nuestra forma de ser, reajusta y reescribe los propios recuerdos para encajar con esa nueva narrativa, para que no haya disonancias cognitivas, sino que tengamos la sensación de que hay una continuidad, que siempre hemos sido como somos ahora.
Cuando nos relacionamos unos con otros, normalmente lo que hacemos es contarnos historias, más grandes o más pequeñas, pero historias al fin y al cabo. Si nuestra mejor amiga en la terraza de un bar nos pregunta “¿Qué tal ha ido la semana, ha pasado algo interesante?” lo que haremos será tomar el papel de narradores y contarles la historia de lo que ha pasado o no esa semana: “pues verás, el lunes cuando llegué al trabajo…”. Y es que los seres humanos estamos hechos de historias, por eso nos encantan las novelas, las películas, los videojuegos, porque son historias para consumir, para sentir, y para vivir esas experiencias que no tenemos en la vida normal. Porque, a través de las historias que nos cuentan desde fuera sentimos cosas, aprendemos cosas, vivimos cosas. Y eso se impronta en nuestras identidades, como decía Foucault, cambiándonos. Así es fácil recordar ese libro concreto que, cuando lo leísteis, os dejó marca. O esa película que aún a día de hoy, tantos años después, recuerdas tan bien porque os emocionó.
Vale, pero diréis, con razón, que una sociedad no solo son los individuos que viven en ella, es su historia, sus instituciones, sus leyes, su economía, sus infrastructuras… y tantas otras cosas. Justo la idea para este post, que llevaba tiempo rondándome la cabeza, surgió de leer la introducción a “El Valor de las Cosas“, un fenomenal libro de Mariana Mazzucato sobre economía. En ella muestra cómo la economía, el valor que asignamos a un objeto de cara al comercio, no es un valor real centrado en el uso y beneficio objetivo de ese objeto, sino que es fruto de la historia de lo que nos dicen que vale. Los narradores, en este caso los publicistas por ejemplo, lo que hacen es crear esa ficción que dice que las cosas valen lo que valen, independientemente del valor real en la economía. Unas zapatillas Nike no valen tanto más que cualquier otra zapatilla por su calidad o porque nos vayan a hacer correr mejor, sino por la marca (de la que tanto habla Naomi Klein) que, en el fondo, es la historia de por qué Nike es diferente al resto de zapatillas.
Las leyes y las instituciones de una sociedad, por ejemplo, son fruto de los acuerdos sobre los que se cimentan esas sociedades. Más allá de los choques de las élites por el poder, el poder no se sostiene de modo legítimo si no es aprobado y aceptado por la mayoría de la población. Por eso es tan importante para el biopoder el control de las identidades de las personas, para asegurarse de que todas ellas aceptan el mundo como es y, con ello, a los que tienen el poder. Pero precisamente como esas leyes e instituciones son consecuencia de esos acuerdos, en realidad lo que hay detrás de ellas son una multitud de historias distintas que convergen para darles forma: los discursos de los políticos y los movimientos sociales, las tradiciones heredadas de tiempos pasados, las identidades nacionales que nos dicen cómo somos, etc. Todo ello son multitud de narradores que, a lo largo de los siglos, se han dedicado a difundir y vender esas historias de cómo es el mundo en el que vivimos y, con ello, dar forma a las instituciones que nos gobiernan.
Podríamos seguir así con todo el resto de aspectos de la sociedad, pero entendéis a qué me refiero. Y rápidamente podríais hacer la crítica de que esto es todo muy postmoderno, que deja todo al espacio de lo subjetivo, que no existe ninguna estructura permanente o realidad objetiva. Y yo soy más bien tirando a estructuralista, el extremo opuesto al postmodernismo. ¿Cómo se encaja esto?
Porque, en realidad, el poder de las historias es mucho mayor que el que inicialmente podría parecer. Es cierto que hay una realidad objetiva pero, lo más probable es que, en muchas de sus facetas sea incognoscible porque las personas no actuamos en base a esa realidad sino a nuestras percepciones de la misma. Pero las historias que contamos tienen muchos narradores, en estos momentos unos 7mil millones de ellos, más si incluimos a todos los narradores que nos precedieron y sin embargo contribuyen a estas narraciones por medio de cosas como la Historia (de ahí la importancia de fenómenos como el revisionismo histórico), los libros escritos o la tradición. La historia, la narración, no es algo flexible o subjetivo, es un acuerdo al que van llegando colectivos sociales muy grandes, con sus intereses para la sociedad, con sus agendas y objetivos. El choque entre movimientos sociales (abortistas contra antiabortistas, por ejemplo) es una lucha encarnizada en el campo (en términos de Bourdieu) de la cultura y la identidad, para tratar de lograr que una narrativa concreta se vuelva hegemónica en la sociedad y, con ello, cree nuevas instituciones, cambios en las leyes, formas de vivir. Y los campos, todos ellos, son estructuras sociales permanentes, espacios de conflicto y lucha por posiciones de poder, donde los diversos capitales se usan por los actores para avanzar sus propios objetivos. Pero el choque entre Nike y Addidas en el campo económico no se basa en la realidad objetiva de sus ventas o el valor de sus acciones, sino en la historia que se cuenta con ellos acerca de cual de las dos es más grande e importante, a menudo usando esos datos y muchos otros como argumentos a favor o en contra de cada historia concreta.
Y la estructura social está llena de historias que son aceptadas de modo casi inconsciente por los narradores de nuestro mundo, por ti y por mi. Cosas como que los ricos merecen tener las riquezas porque se las han ganado con su esfuerzo, riesgo e inteligencia (base de la doctrina neoliberal en economía) es la justificación de una desigualdad económica estructural en el mundo actual, y se sostiene sobre esa historia. O las injusticias de género, o raza, o cualquier otra desigualdad es una realidad estructural, inscrita en nuestras leyes e instituciones, en la forma en que nos comportamos y en las oportunidades desiguales que cada colectivo tiene, precisamente porque los narradores nos han convencido de que “eso es así y no se puede cambiar” o que “no es algo real” o que “no es importante”; o, peor aún, que “es así porque es lo que merecen”. Los campos generan habitus, comportamientos extendidos entre los actores que participan en el cambio, y ello basado en la construcción del modo en que ven el mundo, de sus identidades, de las historias que se cuentan sobre quienes son y quienes serán, y cómo deben ser y tratar a los demás.
Al final, por tanto, todo es una historia, contada por tantos narradores como personas habitan cada uno de los colectivos, los campos y las sociedades. Si la pregunta central en la historia individual de cada persona es la pregunta acerca de su identidad “¿quien eres?”, la pregunta central a nivel social es la misma. Y, en base a cómo una sociedad se ve a si misma construye toda esa serie de instituciones y leyes, empresas y partidos políticos, que la dotan de una estructura estable y perdurable en el tiempo, centrada en perpetuar esos mismos valores e ideas para garantizar su estabilidad. Pero el futuro, el final de la historia, nunca es exactamente como cada uno lo imagina. Cuando nos imaginamos el futuro, una tarea central por ejemplo para la ciencia-ficción, construimos ese futuro en base a cómo proyectamos el mundo del presente y lo que imaginamos que podría surgir. Y a partir de ahí creamos las historias de lo que queremos o no queremos para el futuro, sea en forma de un discurso político o de una novela distópica que nos advierta sobre el peligro futuro. Se crea una historia. Y al crearse esa historia y difundirse socialmente, cambia la sociedad del presente, porque de pronto surgen nuevas ideas, nuevas advertencias, nuevos caminos posibles para el futuro que entran en las narraciones que nos hacemos en el presente sobre el mundo que está por venir.
Y, como el cambio social, desde todas sus fuentes, es constante y se acelera a medida que avanza el tiempo y la tecnología, la realidad es que el futuro es siempre cambiante porque continuamente entran en el debate social distintos aspectos novedosos y diferentes que deben ser discutidos. Al surgir estos temas, como el cambio climático o las pandemias que vemos hoy en día por todos lados, los narradores se ponen a entretejer esas nuevas ideas en sus discursos e historias previas, añadiéndolas en los programas políticos, en las normas de actuación y leyes de la sociedad, pero también en las conversaciones de bar o en casa con amigos. Porque todos somos los narradores del mundo en el que vivimos, y el futuro del mismo depende de qué decidamos como conjuto que queremos que sea ese futuro. Lo escribía a principios de la pandemia cuando hablaba de las lecciones que debíamos extraer de la misma, que al final todo lo bueno o malo que salga de la pandemia depende del relato social que hagamos con ella. Y eso mismo ocurre todos los días, con cada café que nos tomamos con amigos, cada charla con nuestros jefes en el puesto de trabajo, cada vez que votamos en las urnas… con cada pequeño acto que hacemos en sociedad estamos reproduciendo y perpetuando la historia del mundo como es y cómo queremos que sea, estamos haciendo de narradores y estamos construyendo el futuro real que eventualmente será presente.
Ese es el poder que todos tenemos, y probablemente sea el más grande de todos los poderes. Pena que, demasiado a menudo, no somos conscientes de que lo tenemos, y cueste demasiado cambiar las historias que nos han enseñado desde pequeños que “son ciertas”.
Costán Sequeiros Bruna
Y tú, ¿qué opinas de nuestra sociedad de narradores?