
Hay palabras que son universalmente consideradas como buenas. Por diversos procesos sociales de convergencia global, esas palabras se han convertido en el epítome de lo que es legítimo y válido en sus respectivos campos. Uno de los mejores ejemplos es “democracia”, que se ha convertido en el único modo legítimo de gobierno y llega al extremo de que incluso los regímenes no democráticos se consideran a si mismos como una democracia, como la República Popular Democrática de Corea (que es la del Norte, no la del Sur).
La pretensión de validez científica es otra de esas cosas que todo el mundo quiere tener. Es el santo grial, que sirve para decir “tenemos razón” y “haznos caso que somos profesionales”. Basta con encender la tele un rato, esperar a que lleguen los anuncios y veremos “dentífrico que blanquea, testado científicamente” (¿Dónde? ¿Por quien? ¿Con qué muestra y metodología?) o anuncios donde se ve gente con batas blancas haciendo cosas con probetas, etc. En todos estos contextos, lo que se busca es rodearse de un halo de cientificidad, para poder afirmar que su producto es bueno, o mejor que la competencia, y por tanto es algo que debemos comprar.








A menudo, parece que la sociología sólo sirve para sesudos textos que analicen sistemas políticos, instituciones, dinámicas demográficas, o colectivos desamparados. Sin embargo, hay muchas más caras de la sociología, una por cada faceta que tiene la sociedad. Ya os colgué hace un tiempo un ejemplo de la sociología de la literatura con mi análisis de
La respuesta a esto, en teoría es sencilla. Según la Constitución, si, España es un Estado aconfesional, y punto. Pero, y siempre hay un pero, la misma Constitución reconoce que en el país el Catolicismo juega un papel muy importante en la cultura y demás, y por eso merece un lugar destacado. Esto no es aconfesionalidad, desde luego, más allá de las apariencias.