Para definir una ideología, lo primero que es necesario es entrar de lleno con las ideas. Una idea es un concepto, una “pieza de Lego” mental: rojo, coche, democracia… Sobre esto se construye un argumento, que pone en conexión varias ideas, como una pared de Lego: la democracia es buena. La pared puede ser más compleja o menos, con ventanas, vidrieras o estatuas: la democracia es buena porque representa la opinión popular y la traslada a las instituciones de gobierno. A partir de ahí llegamos a las ideologías.
Si seguimos con la analogía de Lego, una ideología consiste en el edificio final, armado con todas sus paredes, las decoraciones, los muebles, los jardines y todo lo que corresponda. Y esas ideas no están simplemente puestas una detrás de otras, alineadas, sino que todas son conectadas con las demás tratando de construir un argumento coherente, más complejo o menos. Así es como surge la ideología liberal, la socialdemocracia, el feminismo, el cristianismo, el nacionalismo, etc.


Es cierto que no saco a menudo el tema del
Es 1775, y el descontento se puede sentir en las trece colonias que el Imperio Británico tiene en norteamérica. Quieren representación en el Parlamento Británico, o sino se niegan a pagar los impuestos: el lema es “no taxes without representation”. Los británicos intentan comprar a los colonos por medio de té muy barato pero con impuestos, y nos encontramos de pronto con el Motín del Té que da comienzo a la Guerra de Independencia.
Hoy he asistido a una conferencia muy interesante en el Caixaforum, de la que habría que recoger un millón de ideas. Pero, de momento, me voy a quedar con una de Fernando Vallespín, que trataré de explicar mezclada un poco con mi propia perspectiva de todo el asunto.
Es muy habitual, en los debates de la televisión o en el bar, e incluso en conferencias doctas y discursos políticos, escuchar frases del estilo a “como todo el mundo sabe…” o “como todo el mundo cree…”. Pero lo cierto es que estas son un artilugio demagógico que sólo sirve para intentar ganar peso en las afirmaciones que uno hace. Así, se basan o bien en el sentido común compartido por todos (que se equivoca con una sorprendente frecuencia) o bien en la percepción de esa persona.