A menudo, se afirma que el político es aquel que hace política. Es una tautología, sin duda cierta por ello mismo, pero realmente nos dice poco de cada actor político. Lo que importa no es, realmente, si hacen o no hacen política (en gran medida, en una sociedad cada vez más politizada como la nuestra, todos la hacemos de un modo u otro), sino la clase de política que hacen.
Esto que voy a exponer es una sobre-simplificación, sin lugar a dudas, pero creo que es interesante en la medida en que, en un parámetro sencillo, se condensan muchas cosas. A los políticos, se los podría organizar en una escala donde, en un extremo, estarían los que únicamente atacan a sus enemigos y en el otro extremo los que únicamente tienen un proyecto de futuro. Sin duda, ambos tipos son ideales, no existe nadie en la realidad que se encuentre en un extremo, pero si que existen todos los que ocuparían las posiciones intermedias entre ambos.





El Bien Común, esa idea preciosa que supone que existen acciones que benefician a todos los habitantes de una sociedad o colectivo y que, por tanto, son deseables para todos ellos. Acciones que avanzan las agendas de las personas independientemente de sus ideologías, opiniones, posiciones sociales, género, cultura… porque son universalmente buenas. Es uno de los relatos más bonitos que existen en política, y sin embargo es una quimera inventada en el siglo XVIII para convencer y ganar apoyo. Sorprendentemente, en pleno siglo XXI, alguien la usó hoy para intentar convencerme de apoyar una iniciativa en la que no creo.
La palabra “normal” es una palabra muy poderosa, integrada profundamente en el interior de nuestras mentes desde pequeños, cuando se nos enseña que es bueno ser normal (de hecho, “anormal” es un insulto frecuente). Sin embargo, la normalidad no ha sido siempre igual a lo largo de la historia, ni es algo objetivo y observable. Cambia, evoluciona y se modifica, ¿cómo lo hace?
A menudo, se argumenta que la economía lo puede todo, que con unos cuantos millones de dólares puedes comprar cualquier cosa, que los mercados financieros dominan el mundo y demás analogías para señalar la que parece una verdad innegable: vivimos en un mundo donde manda la economía. Ante ella, la política se queda en una esquina, apaleada ante unos flujos globales que dictan recortes, cambios y tratos de favor a empresas y millonarios. La ciudadanía, finalmente, queda desprotegida así ante una economía desbocada. Este retrato tan neoliberal, casi
Hace un par de días hablaba aquí de los
Vivimos en un mundo de creciente globalización, donde los flujos de dinero y las películas cruzan de un lado a otro el globo en centésimas de segundo, donde jugamos en tiempo real con compañeros del otro lado del planeta y estudiamos MOOCs en compañía de miles de personas de todo el mundo. Pero lo cierto es que el proceso de globalización no afecta por igual a todo el planeta ni a todas las clases sociales. Al contrario, vivimos en un mundo donde los ricos pueden coger sus jets privados para cenar en París y tener sus cuentas a salvo en Suiza, mientras que los pobres siguen cenando en el bar de la esquina y tienen sus ahorros en el banco de toda la vida. ¿Por qué existe esta desigualdad, y qué implica?
Desde el siglo XVIII-XIX, el modelo de lucha de los ciudadanos contra el poder ha cambiado radicalmente. Se abandonaron las revueltas campesinas contra el señor feudal local y en su lugar se sucedieron las revoluciones; y, tras estas, en regimenes democráticos, la herramienta principal de la lucha obrera (la primera de las grandes luchas, a las que luego se unirían otras como la feminista o contra la segregación racial) fue la manifestación. Y sus éxitos se sucedieron de tal manera que, a estas alturas, parece el modelo perfecto de lucha en todos los campos, y casi se ha vuelto no sólo el hegemónico sino el unico. Sin embargo, una conversación esta tarde con Marta Lizcano y Miguel Ángel Cea me ha dado ganas de escribir acerca de este tema porque… ¿sigue siendo un método de lucha válido en el siglo XXI?