Si nos sentamos ante la Historia, se pueden contar muchas narraciones que le den sentido. Se puede hablar de la trayectoria del avance de la tecnología, del paso de la producción manual a la industrial, del desarrollo de la cultura o la perfección de las artes, del paso de unos modelos políticos a otros, etc. Hay muchas historias dentro de la Historia, pero creo que la más importante es la que nos lleva del paso de muchos pequeños y dispersos a uno grande y común. Y esa historia de la unidad de la especie humana es la historia de la globalización.
Pero empecemos por el principio. Faltan muchos siglos para el invento de la historia, la humanidad existe únicamente en África y, a raíz de los distintos procesos demográficos y de conflicto del momento, comienza a diseminarse por el continente y fuera de este. Pero no existen medios de comunicación y las distancias entre los distintos grupos nómadas son cada vez mayores, de modo que lentamente van comenzando caminos separados, evolucionando cada uno en relación con un entorno diferente y rompiendo el contacto con los demás colectivos. Es el momento de máxima diferenciación humana, con sociedades completamente desconectadas entre si, de grupos pequeños y divididos.







La mente humana funciona sobre una base de prejuicios y prenociones que articulan el mundo a su alrededor. Ideologías, comentarios, experiencias… todos ellos se entremezclan en cada una de nuestras mentes para construir un decálogo de cómo es el mundo que nos rodea y cómo debemos reaccionar a lo que ocurre, lo que está bien o mal y cómo son las personas que lo habitan. Estos prejuicios, sin embargo, no se basan en la realidad del mundo, sino de nuestra experiencia concreta del mismo.
El Bien Común, esa idea preciosa que supone que existen acciones que benefician a todos los habitantes de una sociedad o colectivo y que, por tanto, son deseables para todos ellos. Acciones que avanzan las agendas de las personas independientemente de sus ideologías, opiniones, posiciones sociales, género, cultura… porque son universalmente buenas. Es uno de los relatos más bonitos que existen en política, y sin embargo es una quimera inventada en el siglo XVIII para convencer y ganar apoyo. Sorprendentemente, en pleno siglo XXI, alguien la usó hoy para intentar convencerme de apoyar una iniciativa en la que no creo.
Tradicionalmente, el valor de una empresa era una suma relativamente clara de sus activos, el dinero que ganaba, la cantidad de inversión que tenía, los productos que sacaba a la venta al año, etc. Se podría decir que, en gran medida, era un valor relativamente objetivo que decía cuánto valía realmente esa empresa. Sin embargo, eso cambió completamente cuando, en 1988, Philip Morris compró la empresa Kraft por seis veces más de lo que valía. ¿Qué pasó ahí? ¿Se había vuelto loco?
La palabra “normal” es una palabra muy poderosa, integrada profundamente en el interior de nuestras mentes desde pequeños, cuando se nos enseña que es bueno ser normal (de hecho, “anormal” es un insulto frecuente). Sin embargo, la normalidad no ha sido siempre igual a lo largo de la historia, ni es algo objetivo y observable. Cambia, evoluciona y se modifica, ¿cómo lo hace?
Normalmente, cuando se habla de marca, pensamos en las grandes empresas y sus logos fácilmente identificables, o incluso podemos pensar en la 
He de reconocer que este es un post menos sociológico de lo que debería, sino casi más poético o algo así. Pero no doy más vueltas, la idea me surgió leyendo la saga de novelas Marte Rojo, Verde y Azul, de Kim Stanley Robinson. En un momento dado, entre sus elucubraciones de genética y terraformación, plantea la idea de que la sociedad se perpetúa de un modo genético, pero no lo desarrolla más allá de esa idea. Y es una idea que, científicamente, me repulsa, porque la sociología hace mucho que se ha ido separando de los sociobiologicismos propios del siglo XVIII, demostrando que la sociedad no se comporta como un ser vivo. Pero, por un post, vamos a jugar con esa idea.