Desde hace tiempo, el debate sobre la calidad de nuestras democracias está abierto, sopesándose elementos como la frecuencia de las elecciones, la limpieza de las mismas, la existencia de corrupción, la apertura de los partidos, la participación ciudadana, etc. Todas estas cuestiones son importantes a la hora de evaluar una democracia representativa como las que encontramos hoy en día y suelen dar como valoración final una calidad relativamente media o baja de nuestras democracias. Sin embargo, por importante que sea este debate, a la hora de la verdad palidece si tenemos en cuenta que la democracia representativa es, en el fondo, una trampa.
Al principio, las democracias originales (la ateniense por ejemplo) eran lugares donde intervenía toda la ciudadanía (por aquel entonces, compuesta únicamente de hombres libres nacidos en la polis). Un modelo similar tenía la república romana, aunque allí importaba más el dinero. La llegada de la Edad Media rompe esto, al encontrarse las monarquías medievales que la única representación del pueblo era en las Cortes, cuando se convocaban, enormemente sometidas a la voluntad real y el peso de los estamentos nobiliario y eclesiástico.

Normalmente, cuando se habla de marca, pensamos en las grandes empresas y sus logos fácilmente identificables, o incluso podemos pensar en la 
Hace un par de días hablaba aquí de los
Desde que Marx y otros elitistas escribiesen las distintas teorías sobre las clases sociales que existen en la sociedad, estas han ocupado un lugar central en las movilizaciones sociales, en los discursos políticos, en la esfera de acción de las organizaciones, etc. Ha sido, durante mucho tiempo, el motor de la historia que Marx preveía. Pero hace ya dos siglos que el alemán enunció su teoría, y el tiempo ha cambiado el mundo desde como él lo veía a como es ahora y, con ello, ha desdibujado muchas de las verdades que él había visto y analizado con claridad. No todas, por supuesto, pero ¿qué queda de las clases sociales en el mundo digital y globalizado del siglo XXI?
Vivimos en un mundo de creciente globalización, donde los flujos de dinero y las películas cruzan de un lado a otro el globo en centésimas de segundo, donde jugamos en tiempo real con compañeros del otro lado del planeta y estudiamos MOOCs en compañía de miles de personas de todo el mundo. Pero lo cierto es que el proceso de globalización no afecta por igual a todo el planeta ni a todas las clases sociales. Al contrario, vivimos en un mundo donde los ricos pueden coger sus jets privados para cenar en París y tener sus cuentas a salvo en Suiza, mientras que los pobres siguen cenando en el bar de la esquina y tienen sus ahorros en el banco de toda la vida. ¿Por qué existe esta desigualdad, y qué implica?
Desde el siglo XVIII-XIX, el modelo de lucha de los ciudadanos contra el poder ha cambiado radicalmente. Se abandonaron las revueltas campesinas contra el señor feudal local y en su lugar se sucedieron las revoluciones; y, tras estas, en regimenes democráticos, la herramienta principal de la lucha obrera (la primera de las grandes luchas, a las que luego se unirían otras como la feminista o contra la segregación racial) fue la manifestación. Y sus éxitos se sucedieron de tal manera que, a estas alturas, parece el modelo perfecto de lucha en todos los campos, y casi se ha vuelto no sólo el hegemónico sino el unico. Sin embargo, una conversación esta tarde con Marta Lizcano y Miguel Ángel Cea me ha dado ganas de escribir acerca de este tema porque… ¿sigue siendo un método de lucha válido en el siglo XXI?
La sociedad en la que vivimos cambia a un ritmo vertiginoso: nuevas tecnologías salen a la venta, movimientos sociales se organizan, surgen nuevos problemas y nuevas soluciones. El mundo de ayer puede ser muy diferente al mundo del mañana, y la historia de los videojuegos es un buen ejemplo que ilustra este cambio acelerado. Así, aunque en buena ley las generaciones demográficas se supone que abarcan en torno a 25 años (con lo cual, hoy en día estaríamos en la segunda generación de videojugadores), lo cierto es que el cambio se ha acelerado tanto que surgen diferencias abismales en periodos mucho más cortos y, sin duda, hoy en día podemos hablar de tres generaciones de jugadores aunque el tiempo no diese para ello demográficamente hablando.
La historia de las relaciones internacionales es una historia que empieza antiguo, tan temprano como los primeros imperios porque, tan pronto hubo un “nosotros” nació un “ellos” y, al hacerlo, la necesidad de dialogar con esa otra parte. Al principio, los gobiernos hacían poco en relaciones internacionales, normalmente se limitaban a declarar guerras, favorecer el comercio que pudiese surgir, o enviar emisarios ocasionales. La Hélade, la alianza de las ciudades-estado de la Grecia antigua, fue la primera gran alianza y, con ella, nacieron muchas otras formas diplomáticas como podían ser los juegos olímpicos.
Hace unos días expuse cómo la
Esta pregunta parece una tontería, cualquiera podría responder rápidamente: “¡La acción del pueblo!” Pero quizás otra diría “¡lo que hacen los políticos!” y el tercero tal vez optase por un “esa cosa aburrida de los telediarios antes de los deportes”. Entender qué es la política es algo mucho más complejo de lo que aparenta, y voy a iniciar la explicación por la traducción de tres términos del inglés tal como la explica el Profesor Subirats en el primer vídeo del comienzo del curso online sobre políticas públicas y democracia. Vamos a verlo, porque en castellano el término política es demasiado amplio y ambiguo:
Gerontocracia es el gobierno de los viejos, y es una herencia que tenemos desde los tiempos más antiguos, cuando el anciano (varón) era el jefe de la familia y mandaba en todo, y el consejo de ancianos gobernaba el pueblo. Y como los puestos de poder eran de por vida, y normalmente hereditarios, generalmente lo que se encontraba era que la generación mayor era la que gobernaba. Esto, que parece anticuado, sigue siendo cierto hoy en día: Rajoy tiene 59 años, Merkel 60 y Obama, a quien a menudo se considera joven, 53. El único lider importante de una franja joven es Matteo Renzi, con 39. Pero, ¿es así como deberían ser las cosas?