
Lo cierto es que nunca he sido demasiado fan de la Guerra de las Galaxias, pero como es la segunda propiedad intelectual más valiosa del mundo de la industria cultural (detrás de Marvel) recientemente he estado prestándole cada vez más atención a su mensaje. Y resulta que, debajo de los héroes y las batallas a sables de luz y de naves espaciales, hay una historia que tiene mucha enjundia a nivel sociológico, sobre los procesos de auge y caída primero de la República y después del Imperio. George Lucas ya dijo hace mucho que la Guerra de las Galaxias era política (de hecho, especialmente el Episodio VI, explícitamente era en su mente una comparación con la situación de Vietnam) y los paralelismos entre la caída de este sistema y la caída de la República Romana y su transformación en el Imperio, el auge de los gobiernos autoritarios y dictatoriales a manos de populistas como Mussolini o incluso los totalitarios como el ascenso de Hitler dentro de su propia democracia son demasiado claros como para que sean casualidad.
Estos procesos normalmente son difíciles de ilustrar porque requieren a grandes masas de personas y dinámicas durante años pero, al tener lugar en pantalla, resulta fácil de seguir al quedar personificado en los protagonistas y los años condensados en unas cuantas escenas. Así que agarrad vuestra espada láser, ajustaros los cascos de piloto y preparad todo lo necesario para viajar a una galaxia muy muy lejana.









Desde hace tiempo, el debate sobre la calidad de nuestras democracias está abierto, sopesándose elementos como la frecuencia de las elecciones, la limpieza de las mismas, la existencia de corrupción, la apertura de los partidos, la participación ciudadana, etc. Todas estas cuestiones son importantes a la hora de evaluar una democracia representativa como las que encontramos hoy en día y suelen dar como valoración final una calidad relativamente media o baja de nuestras democracias. Sin embargo, por importante que sea este debate, a la hora de la verdad palidece si tenemos en cuenta que la democracia representativa es, en el fondo, una trampa.
A menudo, se argumenta que la economía lo puede todo, que con unos cuantos millones de dólares puedes comprar cualquier cosa, que los mercados financieros dominan el mundo y demás analogías para señalar la que parece una verdad innegable: vivimos en un mundo donde manda la economía. Ante ella, la política se queda en una esquina, apaleada ante unos flujos globales que dictan recortes, cambios y tratos de favor a empresas y millonarios. La ciudadanía, finalmente, queda desprotegida así ante una economía desbocada. Este retrato tan neoliberal, casi
Desde el siglo XVIII-XIX, el modelo de lucha de los ciudadanos contra el poder ha cambiado radicalmente. Se abandonaron las revueltas campesinas contra el señor feudal local y en su lugar se sucedieron las revoluciones; y, tras estas, en regimenes democráticos, la herramienta principal de la lucha obrera (la primera de las grandes luchas, a las que luego se unirían otras como la feminista o contra la segregación racial) fue la manifestación. Y sus éxitos se sucedieron de tal manera que, a estas alturas, parece el modelo perfecto de lucha en todos los campos, y casi se ha vuelto no sólo el hegemónico sino el unico. Sin embargo, una conversación esta tarde con Marta Lizcano y Miguel Ángel Cea me ha dado ganas de escribir acerca de este tema porque… ¿sigue siendo un método de lucha válido en el siglo XXI?
La historia de las relaciones internacionales es una historia que empieza antiguo, tan temprano como los primeros imperios porque, tan pronto hubo un “nosotros” nació un “ellos” y, al hacerlo, la necesidad de dialogar con esa otra parte. Al principio, los gobiernos hacían poco en relaciones internacionales, normalmente se limitaban a declarar guerras, favorecer el comercio que pudiese surgir, o enviar emisarios ocasionales. La Hélade, la alianza de las ciudades-estado de la Grecia antigua, fue la primera gran alianza y, con ella, nacieron muchas otras formas diplomáticas como podían ser los juegos olímpicos.